"El planteo teórico de Thomas Hobbes apunta al núcleo conceptual de la estatalidad moderna. En este planteo se puede, entiendo que sin forzar el significado de la teoría, establecer una cadena conceptual rigurosa entre, de un lado, la autoridad soberana y, del otro, la violencia y la exclusión. Este planteo del

siglo XVII continúa vigente en el siglo XXI, aunque más no sea por la negativa, y ofrece una perspectiva lúcida para comprender aspectos importantes de nuestra situación presente: una dimensión político-estatal

deficitaria involucra desbordes análogamente disvaliosos de violencia y de exclusión"

Respetemos la estrategia expositiva de los clásicos y ataquemos el problema desde una foja cero conceptual. Anarquíano significa, sin más, "ausencia de poder". Toda situación de coexistencia importa algún tipo de estructura piramidal. Haya o no haya gobierno, siempre existen unas pocas personas y grupos minoritarios, usualmente en pugna entre sí, que logran, de una manera o de otra, imponer su voluntad a los integrantes de las grandes mayorías. Entonces, anarquía -que en su etimología griega indica "negación (an) de principio (arché)"- es la ausencia de un poder unificador, la falta de alguna forma de dominio reconocida y aceptada por todos, garante de formas previsibles de comportamiento y de evaluación.

La institución del Estado en particular es, eminentemente, una instancia unificada de dominio estable, jerarquizado según niveles (por ejemplo: nacional, provincial, municipal) y discriminado según funciones (por ejemplo: legislativa, ejecutiva, judicial, administrativa, defensiva, educativa, preventiva, sanitaria, etc.). Siempre viene a cuento mencionar la conocida definición que propone Max Weber, presentando el Estado como aquella única forma de asociación que reclama con éxito el monopolio legítimo del uso de la violencia dentro de un territorio determinado. Notemos en esta definición algunas peculiaridades. En primer lugar, si el Estadoreclama el monopolio de la violencia, es porque necesita validar su pretensión ante la opinión de un público que puede conceder o negar su aprobación. No se trata, entonces, de cualquier manera de ejercer la violencia, sino solamente de aquellas maneras, y en aquellas circunstancias, en las que el público ante el cual se ejerce el reclamo considera legítimas.

Y en segundo lugar, si dicho monopolio se reclama, es justamente, porque no se lo posee de manera absoluta: El Estado necesita ser la única autoridad que ejerce la violencia con legitimidad porque, precisamente, presupone que hay otros competidores, ilegítimos, que se le enfrentan con medios que, de una forma u otra,son también violentos. En este sentido,la performance de un Estado se pondera según el grado de éxito con que el público (interno, compuesto por los ciudadanos y habitantes, y externo, compuesto por los demás Estados, los organismos internacionales, las asociaciones de derechos humanos, etc.) considera que sus agentes oficiales logran detentar el monopolio de la fuerza, es decir, según su capacidad para imponerse sobre la voluntad de agentes ilegítimos internos (delincuentes y sediciosos) o externos (potencias extranjeras agresivas, estatales o paraestatales), siempre dentro del marco de legalidad aceptado por la comunidad.

De acuerdo con lo anterior, se puede decir que las notas fundantes de la estatalidad se encuentran en relación directa con lo que cada sociedad va considerando, en cada época, que son las cualidades disvaliosas de la anarquía. Hay Estado para que no haya anarquía.

A modo de ilustración, mencionemos el ritmo genético tripartito que propone la escuela clásica contractualista para comprender la naturaleza del Estado en función del proceso ficcional-explicativo que lo generó. Dicho brevemente, los contractualistas (eminentemente, Hobbes, Locke, Rousseau y Kant) presentan la estructura del Estado como el resultado de un acuerdo, o contrato, que se habría establecido entre todos los miembros de una multitud después de comprender que la vida en condición de naturaleza, es decir, cuando no hay una autoridad humana única y reconocida por todos, implica inconvenientes insuperables para la existencia de cada uno, tanto la del fuerte como la del desposeído. Según como cada autor conciba las cualidades de la naturaleza humana, su pintura del "estado de naturaleza", o como decíamos más arriba, de la "anarquía", será más o menos tumultuosa y terrible, y en función de dicha pintura, cada teoría delineará las demandas básicas del orden estatal que viene a ponerle fin. Simplificando el planteo, cuanto más "malo" e insociable crea un filósofo que es el hombre "natural" librado a sus propios impulsos, más poderío y derecho de intervención en la vida colectiva le otorgará a la institución estatal que se inicia mediante el contrato.

De todos modos, con sus más y sus menos, todos los clásicos del contractualismo coinciden en señalar que los aspectos más disvaliosos de la -reiteramos- ficcional, hipotética, conjetural, situación originaria de naturaleza tienen que ver con el concepto de escasez.

Hay bienes que son contingentemente escasos, y otros que lo son por esencia, porque así lo determina su propia naturaleza. El agua potable, el espacio habitable, las tierras aptas para el cultivo, el alimento, la caza disponible, etc., pueden llegar a escasear, pero de un modo que, en lo conceptual, es contingente, ya que no hay nada en sus notas esenciales que nos obligue a aceptar que por lógica debe haber siempre menos stock disponible que el volumen exigido por la demanda. No es absurdo, ni incompatible con nuestro actual conocimiento del universo, pensar que, con un aprovechamiento racional de los recursos naturales, siempre será posible extraer y producir la cantidad necesaria de bienes materiales básicos para satisfacer las demandas de todos los miembros de todas las generaciones.

En cambio, hay otros bienes que escasean necesariamente. El prestigio, los lugares de mando y de dirección, el capital, etc., son bienes intrínsecamente escasos, porque, por razón de su misma naturaleza, sólo tienen consistencia si son poseídos por pocas personas, que son las que van logrando imponerse en los respectivos procesos de competencia y selección. La propia vida, la salud (incluyendo en ella la autoestima) y la libertad, no son, en principio, bienes escasos, como el capital, o el cargo de gobernante, pero tampoco pueden ser abundantes; alcanzan, cuando alcanzan, apenas con lo justo, ya que nadie tiene más de una. La condición anárquica de naturaleza, previa al contrato politizante, es sumamente disvaliosa porque, justamente, agudiza las penurias y las angustias que provoca la escasez efectiva de los bienes, tanto de los que son escasos por coyuntura como de los que lo son por estructura. Anarquía y escasez se combinan, así, para ayudarnos a comprender los fundamentos de la estatalidad.

De acuerdo con lo anterior, veamos, ahora, en primer lugar, la cuestión de la seguridad personal(1) y su relación conceptual con el Estado.

Estado e integridad física

En una situación de anarquía, cada persona está sometida a la voluntad caprichosa de los poderosos, voluntad que suele ser ejercida con crueldad, imprevisibilidad, voracidad, etc. Lo que es peor aún, en la condición de naturaleza, la triste suerte de los vulnerables (que siempre son mayoría, porque el poder es un bien esencialmente escaso) no está siquiera aminorada por el consuelo de saber, en el interior de sus conciencias, que el derecho positivo estaría de su lado.

"Estado de derecho" implica alguna forma de coincidencia de muchos en cuanto a ciertas reglas, y en condición de naturaleza lo que falta, precisamente, es ese tipo de coincidencia pública discursiva. La anarquía, entre otras cosas, es una Babel jurídica, que más perjudica a quien menos puede.

Siendo así que en la situación de anarquía la integridad y la libertad del propio cuerpo están permanentemente amenazadas por la voluntad prepotente de algunos semejantes, y corren severo riesgo de devenir esencialmente escasas, una de las funciones primordiales del Estado es la de proveer seguridad, digamos, física.

Normativamente, nadie tiene derecho a ponerme una mano encima, a disponer de mis pertenencias, o a entrar a mi domicilio, es decir, a invadir el espacio de mi integridad física, sin cumplir con una serie predeterminada de procedimientos legales. Sólo puede hacerlo, en ciertos y determinados casos, un agente público con autoridad, es decir, autorizado -en forma figurada pero fundante- por mí mismo en tanto suscriptor del contrato originario. Si la forma lógica de toda ley es "yo quiero que todos ustedes acaten x,so pena de sufrir las consecuencias y", en democracia esta fórmula se traduce como "todos nosotros queremos que todos nosotros acatemos, etc." .

Obviamente, la normativa relativa al respeto por la integridad física de los semejantes no recibe una observancia absoluta y universal. Si así fuera, devendría superflua, y junto con ella, devendría superflua la existencia del Estado mismo. El Estado no garantiza la ausencia total de ataques violentos contra la integridad física de las personas; el contrato originario presupone hombres libres, y la libertad, en principio, es compatible tanto con la virtud como con la maldad. Pero el compromiso que debe sostener la autoridad estatal es que propiciará las condiciones materiales, jurídicas y culturales adecuadas como para que sea altamente improbable que alguien -particular o funcionario- se decida a atentar contra la integridad física de un semejante si no es en defensa propia, y para que, en caso de que lo haga, sean muy altas las probabilidades de que reciba una sanción mucho más perjudicial que el beneficio eventual que pueda haber obtenido por su acción agresiva. De acuerdo con esto, se puede hablar de severos déficits de estatalidad si:

  • Son bajas las probabilidades de que los delitos que involucran la integridad física de las personas sean juzgados y sancionados por parte de las autoridades pertinentes.
  • Hay un número significativo de personas que, en determinadas situaciones, consideran moralmente justificable amenazar la integridad física de sus conciudadanos, es decir, que creen de buena fe que los asiste un derecho diferente y más alto que el que determina la autoridad estatal. (2)

En este caso el piquete, o la prepotencia de las barras bravas, son ilustraciones evidentes.

Los propios agentes públicos, encargados de prevenir o de sancionar los delitos que lesionan la integridad física de las personas, se valen del poder delegado en ellos para cometerlos, para dificultar su juzgamiento, etc. Esta situación, en el mejor de los casos, suele reflejar una falta de autoridad entre gobernantes y funcionarios de planta.

Es política de las máximas autoridades del Estado atentar sistemáticamente contra la integridad física de las personas, ya sea cuando transgrede los límites de la normativa vigente (como en el caso del terrorismo de Estado y sus diversas formas de represión ilegal), o cuando dispone leyes represivas discriminatorias que vulneran el espíritu más elemental del contrato originario (como en el caso de las leyes antijudías del régimen nacionalsocialista).

Estado y exclusión

En la condición de naturaleza, que Thomas Hobbes describe en su libro Leviatán (1651) como una existencia "miserable, brutal, solitaria y breve", es harto probable que, además de ser víctimas de la agresión física de los demás, los hombres estemos expuestos a la falta de reconocimiento.

Esta afrenta espiritual sucede cuando somos transparentes a la mirada de los otros, que no perciben en nosotros nada digno de interés, atención, respeto, o al menos, cuidado, o cuando sólo están dispuestos a considerarnos como objeto (de agresión, de explotación, de perversión, etc.) para sus propios fines, y nunca como fines en nosotros mismos. Cuando hay anarquía, la consideración de mi semejante, la mirada de alguien que me dignifica porque me considera su igual por naturaleza, que me constituye y me confirma como sujeto y no como cosa, es un bien esencialmente escaso, porque si hay anarquía, el horizonte de las relaciones humanas está determinado por las relaciones (cosificantes) de poderío. El resultado deshumanizante de la condición de naturaleza es la exclusión: el excluido es un ser considerado por los demás como subhumano, que no califica como igual ante la mirada del poderoso (o del incluido en la estructura de dominio del poderoso), que ha quedado fuera del circuito del reconocimiento, porque carece de habilidades que se consideren valiosas, porque no es racial o estéticamente presentable, porque sus creencias se califican como supersticiones primitivas, etc.

La exclusión no es una característica propia de cada persona, sino que, por definición, es una cualidad relacional (es decir, cualifica el modo en que una persona considera a otra, y modifica, por tanto, el modo en que cada persona se considera a sí misma). Por analogía con la cuestión de la integridad física, la falta insultante de reconocimiento también amenaza a la mayoría de las personas que viven en la condición de naturaleza. Por eso se puede decir que, normativa, idealmente, el Estado sólo puede fundamentarse si se asume como agencia de inclusión. El Estado, como institución artificial y voluntaria, sancionada y sostenida por el concurso de una multitud de voluntades libres, existe básicamente para declarar la guerra al fenómeno de la exclusión.

No es que, aquí y allá, en un tiempo o en otro, no existirán personas que no logren insertarse en el circuito del reconocimiento elemental. Pero estas circunstancias sólo pueden ser episódicas, anómalas, como vimos que debe suceder con la violencia física.

La existencia permanente, estructural, de una masa crítica de excluidos, sin horizonte probable de inclusión, sin razonable esperanza de futuro reconocimiento -efectivo y no meramente formal- en lo que hace a sus derechos, a sus capacidades y a su -digamos- presentabilidad, es un escándalo conceptual, es una contradicción en los términos. Ningún ser libre y racional podría suscribir (o pretender que otros suscriban) un contrato fundante cuyos estatutos consideraran legítima la posibilidad de que se lo excluyera -a él y a sus hijos-, por razones que exceden su buena voluntad, del conjunto de los beneficiados por la institución que el contrato inaugura.

Entre el excluido y las fuerzas del Estado no hay una relación legítima de derecho, sino una relación extrajurídica de poder anárquico.(3)

La teoría filosófica contemporánea distingue entre las nociones de autoestima y autorrespeto. La primera es una categoría psicológica, en cierta medida, coyuntural, y tiene que ver con el éxito relativo con que cada cual consigue realizar las metas que se propone. Depende del carácter, de la tenacidad, de la suerte, del talento, de la audacia, de la astucia. Es una forma de autoponderación competitiva, variable en el tiempo, y que se da por grados. Quien más, quien menos, todos tenemos vaivenes en el monto de nuestra autoestima, unas veces nos va mejor, otras no tan bien, estamos cómodos en lo profesional, pero nos sentimos descontentos con nuestra apariencia física, etc. Si esta variación es muy pronunciada, si es nula, o si se acerca a alguno de los dos extremos del continuo omnipotencia/impotencia, se convierte en un indicador psicopatológico relevante. El autorrespeto, por el contrario, no puede ser ni variable ni relativo. Es una categoría ética, constitutiva de la personalidad moral. Se trata del valor absoluto que inviste a la persona por el solo hecho de ser un sujeto autoconsciente y libre, con derecho para autodeterminarse, para diferenciarse radicalmente de los objetos, y para oponerse con firmeza a toda mirada cosificante y reduccionista. Las cosas tienen utilidad y precio, pero las personas tienen dignidad, que es la cualidad de ser absolutamente valiosas, sin condiciones.

Esto es lo que significaban nuestros abuelos cuando decían: "Yo no me llamo veinte pesos". Querían expresar que había ciertas conductas a las que no estaban dispuestos a rebajarse, sin que importara la suma de dinero con que se los quisiera tentar para equipararlos con una mercancía, porque la dignidad de quien se autorrespeta es algo esencialmente diferente de las cosas que se compran y se venden.

La autoestima es cuestión de grado, el autorrespeto no. Se es o no se es digno, sin más; se está o no se está a la altura de lo que exige la decencia. Ahora bien, desde luego que, para que pueda darse el proceso de maduración y consolidación intelectual, afectiva y moral que constituye a una persona libre, digna y decente hay una serie de condiciones objetivas, digamos, materiales, que deben estar presentes. Si, en un extremo, la historia registra innumerables casos de indignidad en medio de la opulencia, resultaría extraño, en el otro, condenar moralmente a quienes, por falta de un ambiente que haya provisto a sus necesidades elementales de alimentación, contención familiar, educación, vivienda, salubridad, reconocimiento externo, etc., no alcanzan a autoconstituirse en sujetos plenamente libres, racionales y autónomos, dotados con una personalidad densa, consciente de sus derechos absolutos y resistente ante la mirada cosificante de los demás.

La exclusión provoca, obviamente, baja autoestima pero, además, conspira contra la generación de autorrespeto. En este sentido, el fenómeno de la exclusión además de exponer la situación dolorosa del excluido, denuncia, básicamente, la deficitaria irresponsabilidad indigna del conjunto de los incluidos. Al respecto, la función de los responsables del Estado, como agentes mediadores entre la soberanía y la sociedad, consiste en instituir y defender la diferencia sustantiva que debe existir entre la autoestima y el autorrespeto, evitando que el fracaso competitivo en la disputa cotidiana por los bienes materiales y simbólicos revierta en el peligro de la pérdida absoluta del autorrespeto.

Perder en la competencia por el trabajo, o pasarse de la edad que estipulan el mercado o la legislación laboral, por ejemplo, no debería equivaler, si hay Estado, a correr el riesgo de perder -subjetiva y objetivamente- la condición de persona. En este sentido, va de suyo que la asistencia con fines clientelares es una forma tan perversa de negación de la dignidad como su anverso, la pura desprotección.

En conclusión

No son sólo los excluídos quienes cometen delitos violentos; tampoco es, obviamente, un potencial delincuente todo niño pobre. Inseguridad física y exclusión no son solamente, y tal vez ni siquiera primordialmente, efectos causales recíprocos.

Pero, conceptualmente, son aspectos diferentes de un mismo déficit de estatalidad, entendida ésta como sistema consensuado de convivencia normada y legítima. Tanto el secuestrado, la víctima de un asalto a mano armada, o de una picada, como el excluido del circuito de producción e intercambio regular de bienes y servicios, materiales y simbólicos, son víctimas de una misma situación antiestatal de anarquía. Todas ellas son personas que han sufrido por igual el efecto devastador de una mirada poderosa y cosificante, que no los considera en la dignidad absoluta de su ser espiritual, sino que apenas los trata como un objeto biológico, que puede facilitar o dificultar el logro de los propios fines egoístas. La inseguridad y la exclusión significan la irrupción de la condición anárquica de naturaleza en el espacio estatalizado, que supuestamente debería haberla superado. Demandar por una sin demandar, al mismo tiempo y en el mismo sentido, por la otra, no puede tomarse como un acto cívico integrador, sino apenas como una presión sectorial y parcializante. Quejarse por la inseguridad sin asumir la exclusión como un mal igualmente grave para todos es miopía hipócrita. Correlativamente, minimizar la cuestión de la inseguridad implica cometer un error grosero de percepción, ya que la delincuencia violenta suele golpear más a quienes tienen menos.

Problemas afines pueden estimular soluciones sinérgicas. Si la ideología neoliberal "olvidó" el problema de la inclusión como legítima cuestión de Estado, el ideario progresista no debería espejar el error, desconsiderando el problema de la inseguridad.

  1. En el debate contemporáneo sobre la cuestión de la seguridad suele hacerse notar que es un error estrechar el alcance de este concepto, sin considerar otros contenidos de la noción de seguridad, relacionados con la contención social, la prevención sanitaria, el cuidado de la vejez, etc. Adhiero aquí a este señalamiento crítico, pero por cuestiones de espacio, me concentro en el problema de la inseguridad relacionado con la delincuencia violenta

  2. Entiendo que en este grupo de acciones disvaliosas debería incluirse, así como la amenaza del robo a mano armada, el secuestro extorsivo, etc., la conducta agresiva de ciertas formas extremas de infracción vial. El conductor que viola límites de velocidad y convenciones para la prioridad de paso de paso está, de hecho, y no metafóricamente, amenazando de muerte con su máquina a todo el que se cruce en lo que él pretende que es su camino.

  3. Esa, y sólo ésa, era la justificación razonable que podían exhibir los piqueteros que, reclamando visibilidad como la forma más elemental del reconocimiento, cortaban rutas cuando no tenían probabilidades razonables de acceso al trabajo digno, a la seguridad social, a la salud, la educación, etc. Es notable, al respecto, que ciertas cualidades que se encomian en las personas exitosamente insertadas en el mundo empresario, deportivo, artístico, como la tenacidad, la valentía, la audacia, la rebeldía, se miran con desdén y desconfianza cuando las practica, con los recursos a su alcance, un excluido.

por José Luis Galimidi