8/11/06

La legitimidad es la relación de correspondencia que se establece entre la intimidad de los juicios de la conciencia y la exterioridad objetiva de las prácticas y de las instituciones. Los órdenes sociales, políticos o económicos, los sistemas de credibilidad científica, religiosa o artística, son más o menos legítimos (y, por tanto, más o menos estables y previsibles) en la medida en que una masa crítica de sus integrantes considera que el modo vigente en que se distribuyen bienes, cargas, prestigios, sanciones, etc., es suficientemente afín a lo que ellos, en el interior de sus respectivas conciencias, consideran que es justo, noble, útil, santo, verdadero o bello.

Lo contrario de una situación legítima es un panorama de crisis. En ella se pueden llegar a registrar, aquí y allá, esporádicos escenarios de orden, pero el acatamiento a las normas de convivencia, de producción y de intercambio de bienes materiales y simbólicos no se basa en la generalizada lealtad a los principios comunes, sino que, más bien, expresa, apenas, la pervivencia desvitalizada de una retórica perimida, o el puro temor al castigo, o al caos.

Hacia finales del medioevo, la desintegración de la sociedad feudal, precisamente, propició el surgimiento de nuevas formas íntimas de autopercepción y de autovaloración, las cuales, a su vez, se proyectaron hacia nuevas configuraciones de los espacios compartidos.

La certeza con la que el yo cartesiano se afirmó en la existencia a partir de su naturaleza pensante tuvo su contrapartida en la conciencia de una escisión radical. El sujeto moderno sabe –paradójicamente- que investigar el fenómeno natural no equivale (no puede equivaler) a conocer sin residuo la plenitud inagotable de los aspectos que ofrece la cosa en sí, que querer el bien no puede asegurar la realización de una acción absolutamente buena, que creer, en fin, no garantiza la correcta interpretación de la voluntad divina revelada, ni, menos aún, la salvación eterna. Esta finitud esencial, esta carencia ontológica se exporta, decimos, hacia los diferentes ámbitos relacionales, determinando, entre otras cosas, una esfera económica dinamizada por la competencia egoísta, y una esfera política signada por la separación entre lo público y lo privado. En el Estado absoluto de la modernidad temprana, el derecho de gobierno ya no requiere de la confirmación religiosa medieval, ni de la sabiduría filosófica del platonismo clásico, y el deber de obediencia del citizen tampoco exige la convicción íntima del creyente.

Esta crítica desencantada a la vocación de absoluto que primaba en la sociabilidad tradicional determina que la legitimidad moderna sancione, como consecuencia, la desactivación del concepto de felicidad como principio generador de subjetividad y de institucionalidad. En un contexto de escisión inter e intrasubjetiva, en un universo natural que, ciencia astronómica mediante, está a punto de perder su orientación geocéntrica y que empieza a aparecer como indiferente a la suerte de los hombres, el individuo moderno se encuentra en medio de una intemperie hostil. Las estrategias de asociación y de producción ya no apuntan a realizar plenamente las potencialidades latentes de cada uno, según el lugar y rango que por naturaleza les corresponde ocupar en la comunidad, sino más bien a evitar los males que pueda provocar la ingenuidad propia, o la malicia ajena.

En 1517, pocos meses antes de que Lutero encendiera la mecha de la guerra civil europea, Tomás Moro diseñó un orden social y político óptimo, deliberadamente aislado, que se proponía poner la técnica administrativa y la sabiduría filosófica al servicio de la felicidad de sus integrantes. En la república ideal de Utopía la eliminación del dinero, la comunidad de los bienes y la distribución justa de las tareas y de las responsabilidades provee con holgura a las necesidades de los habitantes. Los utopienses, explica el texto, son felices porque el orden institucional arranca de raíz las causas de las disputas por ambición de poderío político o económico, y también porque, de ese modo, permite que cada uno pueda dedicarse a cultivar en armonioso equilibrio las tendencias naturales a la solidaridad y al placer, tanto sensual como intelectual.

Pero el nombre de la isla indica que Utopía es un lugar que no está en ninguna parte. Y esto también es un elemento central en la tesis de Moro. El libro no solamente no explica cómo se puede llegar a constituir la república ideal, sino que, además, dedica toda la Primera Parte a demostrar que el sistema vigente en Europa, con la legitimación del afán privado de lucro, y del afán político de dominación y conquista, provoca –necesariamente- la infelicidad de todos sus integrantes. De la mayoría, porque la fuerza y las leyes están al servicio de los pocos y de los peores, que malversan el producto del esfuerzo de todos en exclusivo beneficio privado. Y de la minoría, porque en las cortes y en la city el clima imperante es de hipocresía, recelo, conspiración, y traición, tal como lo describiera, en el mismo lustro, Nicolás Maquiavelo.

Otro autor clásico que trabaja explícitamente la relación conceptual que existe entre la felicidad individual y la estatalidad es Thomas Hobbes. Pero este inglés del siglo XVII no lo hace en el tono nostálgico de quien añora la utopía, sino con la practicidad implacable de su peculiar racionalidad. No existe, dice, el sumo bien que podría colmar y apaciguar por completo los deseos de una persona. La vida es un movimiento perpetuo en pos de la felicidad, persiguiendo objetivos que parecen buenos y escapando de situaciones que parecen malas. Pero el objeto del deseo humano, agrega Hobbes, no consiste en disfrutar una sola vez de lo que se apetece en cada momento, sino –y aquí está la clave de su doctrina- en asegurar para siempre la posesión y el disfrute de lo que se imagina como placentero. Dado que el poder es definido como la disposición de recursos para conseguir lo que se quiere, Hobbes pone como característica general de la humanidad una “búsqueda permanente de poder tras poder que sólo cesa con la muerte”.

Resulta, así, que lo que los hombres desean es necesariamente escaso, porque, por sobre toda cosa, ellos aman el dominio sobre sus semejantes, y odian tener que obedecer a un igual. La situación, entonces, viene a ser similar a la de la Inglaterra que había dibujado Moro: los que obedecen pagan con un severo recorte a su libertad natural el –relativo- sosiego que les puede ofrecer el orden político; y los que mandan disfrutan del dominio al precio de saber que ocupan un lugar de supremo prestigio, y, por tanto, sumamente ambicionado, y disputado.

En uno de los párrafos más célebres de la historia del pensamiento político, Hobbes dice que, en condición de naturaleza (es decir, cuando no hay Estado), todo hombre es enemigo de todo otro hombre, y la vida, en consecuencia, es “solitaria, miserable, brutal y breve”. Y cuando impera el Leviatán, el mundo se vuelve ordenado y previsible, pero sólo si se abandona la pugna permanente por el poder, es decir, por la (ilusoria) obtención de la felicidad.

La formulación conciliadora y, a su manera, moderadamente optimista, que puede atenuar el desaliento que provocan las miradas, coincidentemente pesimistas, del utopista Moro y del descarnado Hobbes, es presentada por el pensador eminente de la Ilustración, Immanuel Kant. Para el filósofo de Königsberg, la noción de felicidad es una guía inadecuada para la comprensión de las estructuras conceptuales de la ética, la política y la historia, pero, a cambio de ello, esta limitación es lo que permite la tematización de la libertad y de la dignidad de la condición humana.

En la dimensión individual, Kant afirma que la moralidad de una acción no puede evaluarse según el mayor o menor grado de felicidad que aquélla procure a quien la realiza, o a quien recibe sus efectos. En línea con Hobbes, el autor de la Crítica de la razón práctica admite que se podría llamar felicidad al cumplimiento pleno de las demandas de las inclinaciones. Pero los placeres que éstas persiguen son divergentes entre sí, o recíprocamente opuestos, suelen ser costosos, o de cumplimiento improbable, a menudo, provocan consecuencias displacenteras, varían de persona en persona, y de momento en momento. En todo caso, es claro que no puede formularse una normativa universal, que regule el comportamiento según los dictados transparentes de la pura razón y que, al mismo tiempo, garantice el cumplimiento de todas las demandas de la sensualidad afectiva de cada uno. Los animales irracionales parecen plenamente satisfechos con su existencia inconsciente de sí mismos, pero a ellos los guía el instinto, siempre igual y automático, sin personalidad, sin conflictos y sin historia. Los seres racionales, en cambio, renunciaríamos a nuestra condición si nos dejásemos llevar por el puro impulso, y cuando ponemos nuestra capacidad de cálculo al servicio de nuestras pasiones, obtenemos un comportamiento que, en el mejor de los casos, puede llegar a ser astuto, o prudente, pero no genuinamente moral. El comportamiento ético, para Kant, es de carácter autónomo, precisamente porque consiste en lo contrario de actuar según los vaivenes de la inclinación y del sentimiento. La crítica de un programa moral basado en la aspiración a la felicidad, así, se ve compensada por la afirmación de la subjetividad racional como centro de una personalidad libre, capaz de determinar las propias acciones según principios que uno mismo podría querer ver realizados como norma universal. La primacía del imperativo categórico, para Kant, no nos hace felices, pero nos hace dignos.

En la dimensión política, la situación es análoga. Kant es un contractualista, y fundamenta la constitución de una autoridad común, con derecho para legislar y para gobernar con capacidad coercitiva, en la aceptación voluntaria de cada uno de los seres libres y racionales que la integran. Ser ciudadano implica, para Kant, compartir un acuerdo básico: cada uno hace de cuenta que renunció al pleno derecho natural a gobernarse y a protegerse a sí mismo, a cambio de que la asociación política le garantice una serie de beneficios jurídicos. Las responsabilidades del gobierno, desde luego, incluyen disposiciones referidas a la protección y al bienestar general de la población, pero, explícitamente, deben excluir la aspiración de las autoridades a proveer a la felicidad, entendida como plenificación de las inclinaciones afectivas de los ciudadanos. Esta limitación es la marca decisiva en el ADN del pensamiento liberal contemporáneo. Los proyectos de vida y los modos de procurarse felicidad son, como vimos, infinitamente variados e igualmente respetables, siempre que se encuadren dentro de la legalidad exterior vigente. Pertenecen exclusivamente al ámbito privado de la conciencia individual, y el intento estatal por intervenir (para peor, con fuerza coercitiva) en la esfera privada, privilegiando una opción entre tantas posibles, tergiversa contradictoriamente el espíritu originario de la asociación política. Por las mismas razones, la demanda popular para que el soberano provea sustantivamente a la felicidad de los ciudadanos pone al gobierno ante una tarea imposible, cuyo inevitable fracaso no hará otra cosa que incentivar el descontento y el peligro de sedición.

En palabras de Kant:

Se ve claramente cuánto mal ocasiona, incluso en el derecho político, el principio de la felicidad (el cual, hablando con propiedad, no es principio determinado alguno); ocasiona tanto mal como en la moral ... El soberano quiere hacer feliz al pueblo según su particular concepto de felicidad, y se vuelve déspota; el pueblo no quiere desistir de la general pretensión humana a la felicidad, y se vuelve rebelde. (I. Kant, Teoría y praxis. Buenos Aires, Ed. Leviatán, 1995, p. 65)

En el escenario de la historia universal, finalmente, el filósofo alemán anticipa una de las posturas más difundidas del pensamiento marxista (v. gr. la lucha de clases como motor de la historia), y postula, como principio del desarrollo de la humanidad, la insociable sociabilidad. La hipótesis macrohistórica kantiana es que la naturaleza quiere evitar que los hombres queden anclados en la placidez de un estadío primitivo y sin conflictos, y que por eso dispone, con astucia, una inclinación permanente en todos los hombres al dominio y a la disputa violenta. Esta tendencia, junto con su latente capacidad tecnológica y su facultad racional para instituir espacios de coexistencia regulada por normas comunes, haría que la historia de las relaciones humanas se vaya elevando, lentamente, desde una condición brutal de enemistad, hacia contextos progresivamente más complejos y ricos en comodidad, conocimiento y juridicidad. El progreso técnico y cultural, en esta perspectiva, iría planteando conflictos siempre novedosos, que irían exigiendo, cada vez, respuestas institucionales más sofisticadas y atentas con los derechos en juego. Con esta lógica dialéctica, podría pensarse que el afán de los reyes absolutos, por ejemplo, habría motorizado las demandas burguesas del freno constitucional al poder estatal; la ambición desmedida del empresario capitalista, la sanción de las legislaciones que protegen al trabajador; la capacidad destructiva militar, el derecho de gentes, etc.

Ahora bien. Esta visión ilustrada y moderadamente optimista del desarrollo histórico estalló, puede decirse, al promediar el siglo XX. El derecho ha quedado sumamente rezagado respecto de la fuerza. La capacidad de elaboración y de freno institucional creció infinitamente menos que la sofisticación tecnológica de control y de destrucción. Auschwitz e Hiroshima, cada una a su manera, son ejemplos que indican de manera trágica que la insociabilidad del hombre provoca males absolutos que ya no pueden propiciar logros reparatorios y estables de sociabilidad posteriores a su perpetración. Totalitarismos, terrorismos –estatales y sectarios-, teocracias, poderío nuclear y poderío económico extrapolítico, etc., son modos diversos y exorbitantes de pretender una legitimidad total que, al negar dignidad y libertad al elemento subjetivo, deterioran severamente la posibilidad de proyectar horizontes cooperativos de sentido. En este panorama de crisis, no es de extrañar que se validen discursos, ilusoriamente totalizantes pero objetivamente nihilistas, que ofrecen al individuo salidas salvíficas hacia la “felicidad” del consumo, del vértigo -químico, financiero o mediático- o del sectarismo fundamentalista. En otras palabras, el proyecto ético-político de la modernidad intentó fundamentar la institución de las diferentes esferas de la interacción humana según el principio de la crítica al concepto de totalidad, pero la crisis nihilista del (no) horizonte posmoderno, a su vez, parece indicar el fracaso de la crítica, al menos en su capacidad productiva instituyente. Ante esta situación, la función de las disciplinas de la cultura, creo, para terminar, consiste en revitalizar la discusión acerca de (y no con, porque ellas no discuten) las diversas variantes del par nihilista y tanático totalización/felicidad, pugnando por establecer lazos conceptuales rigurosos entre las aspiraciones subjetivas (eróticas) a la libertad y la dignidad.

por José Luis Galimidi