Las tragedias siempre son públicas porque nos igualan a todos en la conciencia de nuestra fragilidad. Desafían al sentido, y por ello suscitan en los hombres de bien la necesidad de reflexionar y de dudar en voz alta, en un intento –insuficiente pero ineludible– por aportar un principio cualitativo de elaboración, para no entregar la totalidad del espacio común al señorío brutal de la pura cantidad. Bien entendidas, son un acontecimiento político.
Transcurrido algún tiempo, parece haber un razonable consenso respecto de los tres factores principales que concurrieron a la tragedia de Cromagnon:
Las motivaciones que llevan a los agentes a respetar una norma son de origen variado y, en situaciones diversas, contribuyen con fuerza específica a determinar cada curso de acción y de evaluación. Así, en compleja interrelación, podemos decir que alguien obedece normas, escritas o implícitas, por temor a la sanción (humana o divina), por prudencia, por orgullo, por afecto a la tradición o a la memoria de los mayores, por disciplina corporativa, profesional, o confesional, por pertenencia grupal o por respeto kantiano a la ley moral.
Ahora bien, ¿cómo saber, en cada escenario concreto, cuál de todos estos criterios es el que debe primar para dirigir nuestra acción? Supongamos una voluntad con buenas intenciones pero desorientada, que quisiera liberarse del estigma bíblico aggiornado que reza: “Estamos en el infierno porque lo argentino consiste en incumplir las reglas”. ¿A qué circuito legal-motivacional correspondería remitirla?
La respuesta inmediata que nos viene a la mente es, obviamente, al derecho. La clave de la sociabilidad moderna consiste, precisamente, en el esfuerzo por instituir un sistema jurídico que, con fuerza coercitiva, pueda poner fin al enfrentamiento violento de las legalidades divergentes o antagónicas. Desde el fin de la sociedad feudal hasta nuestros días, el objetivo del derecho moderno ha sido el de propiciar la coexistencia pacífica y cooperativa de los diferentes principios motivacionales y evaluativos de la acción humana. La conocida sentencia marxiana de que el motor de la historia es la lucha de clases, puede extenderse un poco, y diríamos, entonces, à la Kuhn, que el proceso histórico está determinado por la interacción polémica entre los diferentes paradigmas normativos de la vida en común. En Europa, por ejemplo: Papado vs. Reforma, Estado Absoluto vs. Revolución Burguesa, socialismo vs. capitalismo, fascismo vs. liberalismo; o, entre nosotros: legalidad metropolitana vs. independencia criolla, ley del puerto vs. tradición de las provincias, civilización o barbarie; y, ya hacia nuestros días: Braden o Perón, democracia vs. dictadura, neoliberalismo vs. socialdemocracia, etc. La lista de consignas dicotómicas es necesariamente incompleta y sesgada, según el gusto de cada compilador, pero la mencionamos al solo efecto de mostrar que, cuando una cantidad significativa de agentes relevantes pone sustantivamente en cuestión, o simplemente desconoce, las reglas vigentes de la estatalidad, de la economicidad, o de la sociabilidad misma, entonces es ocioso caminar en círculos preguntando por las causas de la falta de obediencia a la norma. Lo que hay, claramente, es un problema de legitimidad.
La legitimidad es una cualidad que se refiere, en general, al modo en que se configura y se ejerce una relación de dominio. Se dice que una institución, una ley, una decisión, un estilo de gestión, una sucesión gubernamental, un orden económico, la ocupación de un territorio, etc. son legítimos cuando un número crítico de personas afectadas por la relación de poderío en cuestión la acatan por razones que exceden el puro temor a la coerción, o al desorden. La legitimidad es ese plus espiritual, o, si se quiere, ideológico, que transforma el poder en autoridad, y que justifica las diferencias de rango y de posición según criterios compartidos del reconocimiento. Tal como postula Douglass North (premio Nobel de economía en 1993), en un espacio normado de acuerdo con pautas que sus agentes consideran legítimas, la productividad –en particular, la económica, pero también la social en general– tiende a incrementarse porque, al haber menor probabilidad de incumplimiento, se reducen los costos de intercambio y disminuyen los riesgos de la cooperación.
Desde el punto de vista subjetivo, la legitimidad propone una relación de correspondencia. Somos seres sociales, lo cual implica que una parte inescindible de cada yo está modulada por los diferentes nosotros en los que nos toca (y en los que elegimos) desarrollar nuestra existencia. Nuestro bienestar depende, en buena medida, de que nos incluyamos en tramas externas de distribución efectiva del poder que se correspondan con las pautas que constituyen lo que tenemos por más valioso de nuestra intimidad. Cuando creemos que una norma, un patrón de conducta o incluso una orden (política, judicial, militar, etc.) tienen un grado razonable de legitimidad, la cumplimos, como subordinados, o la hacemos cumplir, como funcionarios, no solamente porque nos conviene, según un cálculo de costo-beneficio, sino, básicamente, porque tenemos la convicción de que eso es lo que se debe hacer. La diferencia no es menor. En un caso, me abstengo de incumplir un contrato, de transgredir una disposición de tránsito, de sobornar a un funcionario (o de recibir una coima), de desconocer el resultado de una votación, de copiarme en un examen, etc., solamente cuando la probabilidad de la sanción y el costo de la pena son mucho más altos que el eventual beneficio impune. Desde mi punto de vista, la norma y su sanción cuentan apenas como un dato más entre mis consideraciones estratégicas. El ejemplo clásico es el del falsificador de moneda: él necesita que haya un sistema monetario estable y creíble (pero que, y esto es central, no podría subsistir si estuviera integrado por gente como él), de manera de poder utilizar a las personas y a las convenciones como medios para su exclusiva ventaja personal. En el otro caso, la observancia de las reglas está motivada, entre otras consideraciones, por una vocación de justicia y de dignidad. Cumplo porque me conviene, pero también porque me considero colegislador, fundador antes que usuario, de un espacio de convivencia configurado según pautas racionales y consensuables. Es verdad que, en esta perspectiva, me obligo a autolimitar el ejercicio y el goce de mi poderío, de mi egoísmo, de mi astucia, o de mi cinismo, pero, a cambio, contribuyo a fortalecer la estabilidad y la previsibilidad de la esfera en la que estoy actuando, y, básicamente, intento ponerme a la altura de lo que querría poder opinar de mí mismo. Nuestros mayores lo expresaban con sencillez contundente cuando decían: “Yo no me llamo 100 pesos.”
Variable según parámetros histórico-culturales, la legitimidad, entonces, es el núcleo generador de los sentidos compartidos de una comunidad determinada, y se constituye así en el primer principio de ordenamiento institucional, de acción y de evaluación a partir del cual se ordenan todos los demás. Si aquél falla, o caduca, éstos se autonomizan y se desvinculan, provocando una sensación generalizada de incertidumbre y de fragmentación. No es que se aniquilen todos los comportamientos responsables o solidarios. Sigue habiendo pertenencias y compromisos, pero éstos se vuelven mucho más localizados, parciales, limitados en tiempo y espacio, corporativos, etc. En tiempos de crisis, el derecho ya no es –existencialmente, digamos– la norma fundamental, sino que pasa a competir (a menudo, en desventaja) con el resto de los diferentes circuitos motivacionales y un número decisivo de agentes, entonces, pasa a respetarlo, o a postergarlo, según el dictado de su astucia, de su conveniencia, de su gusto por el riesgo o de sus lealtades extra o antipolíticas.
Con sus respectivas variaciones semánticas: “desintegración”, “escisión” o “alienación”, son todos términos que refieren a la misma noción de ausencia –o de pérdida– de unidad y de confianza recíproca, y no es casual que aparezcan con recurrencia cuando se intenta describir el paisaje contemporáneo. Déficit de representatividad política, brecha distributiva, anemia del sistema financiero y del mercado de capitales, anorexia conceptual en las aulas secundarias y universitarias, sensación de inseguridad –frente al delito violento y frente a la (im)previsión social–, desocupación y subocupación, trabajo en negro, en fin, miseria y exclusión. La crisis presente de legitimidad afecta todas las esferas de nuestra vida en común y permea, capilarmente, hacia la intimidad de cada persona que conserve un mínimo de conciencia de sí.
Deciles inferiores que no acceden a condiciones materiales mínimas que permitan un ejercicio pleno de los beneficios de la ciudadanía; deciles medios aterrados por lo resbaladizo de la pendiente y abrumados por la desproporción que existe entre el esfuerzo, de un lado, y el disfrute y las expectativas de mejoramiento, del otro; quintil superior que, lustro tras lustro, se enriquece en la misma medida en la que se extraña respecto de los demás deciles en cuanto a hábitos de consumo, lugares de vivienda y de esparcimiento, educación de sus hijos, uso de servicios y espacios públicos. Todos ellos, cada uno desde sus respectivas carencias o temores, demandando servicios gubernativos, legislativos o jurídicos que el sobrecargado sistema político no alcanza a satisfacer. El déficit de legitimidad del modo argentino de vida realmente existente es evidente. Ningún ser digno y racional podría querer considerarse a sí mismo como miembro fundador de una estructura como la que venimos sosteniendo, que reparte cargas y beneficios de manera tan despareja, y tan disociada del mérito. El flagelo, es cierto, tiene alcance regional, pero eso aporta a la descripción, no a la justificación.
Al punto, entonces. ¿Por qué en la Argentina no cumplimos las normas, por qué es tan bajo el nivel de apego al derecho? Porque está quebrada la matriz de sentido que debería fundar al orden legítimo del cual el derecho –político y privado– es la expresión privilegiada. Porque la voluntad soberana que lo debería poner sustantivamente en acto es una ficción quimérica: decir “nosotros” para referirse a los argentinos es –hoy, por lo menos– un abuso del lenguaje, es elevar a categoría espiritual un dato de la demografía. Porque desde el Estado de la democracia argentina se descuidó y hasta se vulneró el derecho a la vida y a la propiedad, porque se deshonró deliberadamente el deber de perseguir jurídicamente delitos económicos y atentados terroristas de lesa patria. Porque en la Argentina (con responsabilidades que no involucran menos a agentes estatales y del poder sindical que a los del empresariado) hay mucho capitalismo que produce poco, remunera y acumula con inequidad, emplea en negro, evade, no reinvierte, y ahorra afuera. Porque una porción significativa de los habitantes está excluida de la posibilidad real de ejercer los derechos constitucionales de ciudadanía, de trabajo digno, de propiedad o de libre empresa. “Protección a cambio de obediencia” es la clave dialéctica del orden político, según Hobbes. Si el ciudadano que cumple las reglas no se siente más protegido por el soberano que el trasgresor, sus estímulos para obedecer son muy tenues. Si el número y el peso de los transgresores no es abrumadoramente sobrepasado por el de los respetuosos de la ley, el soberano se debilita, y ya no puede castigar ni proteger.
Esta es la situación. No cabe, por supuesto, impugnar el inapreciable sistema democrático. Tampoco hay horizonte ni opciones para un viraje responsable anticapitalista. Pero sucede que Democracia capitalista, opus 2005, es una partitura muy delicada, que si no se ejecuta muy bien suena terriblemente mal.
En el mundo contemporáneo, “capitalismo”, de por sí, ya implica que la vida laboral de gran parte de los miembros de la población económicamente activa está decisivamente determinada por la voluntad de unos relativamente pocos agentes privados. Análogamente, “democracia representativa” significa que, si bien la última voluntad política, constituyente y electoral, radica en el demos, las personas que efectivamente interpretan dicha voluntad y van llevando adelante los asuntos comunes son, también, unos relativamente pocos representantes y funcionarios.
Conviene recordar aquí que la situación ilegítima no es una ausencia de poderío, sino que, por el contrario, representa una acumulación de poder en condiciones que no han sido convalidadas por la buena voluntad de todos los afectados. En las sociedades complejas, el poder de una persona siempre, y mal que pese a los que alimentan el mito del self made man, es posibilitado por la existencia de una red institucional cooperativa. Los millones de una empresaria o de sus herederos, el prestigio de un artista o de una científica, el cargo de un dirigente político o de una jueza, la devoción por un deportista o por una bella multimediática, todas ellas son formas de construcción compartida y de delegación de poder. Legal o no, es ilegítimo (es decir, no es públicamente argumentable y defendible) todo el goce que una persona pueda derivar desde una posición de eminencia si, al mismo tiempo, no se dedica responsablemente a la retribución, si no intenta honrar con un comportamiento digno y competente el lugar de privilegio que su carácter, pero también la fortuna y la buena fe de los demás, le han permitido ocupar.
Se ve, entonces, que democracia representativa y capitalismo, además de su común origen histórico, guardan una cierta isomorfía. Cada uno de ellos, a su manera, a la vez que proponen una dirección ascendente para la generación y para la participación en el poder, también entrañan el riesgo de la concentración excesiva y despótica. Por esa razón, desde una perspectiva normativa, hay consenso en que deben incluir, respectivamente, los principios del republicanismo y de la competencia –antimonopólica–. En un caso, se trata de evitar que el que gobierna también legisle y juzgue, adquiriendo la suma del poder público. En el otro, que el único que vende lo imprescindible fije a su antojo los precios al proveedor y al comprador, manejando así un mercado cautivo. Al mismo tiempo, también se prescribe la necesidad de una interacción enriquecedora entre ambas esferas. Si la propiedad privada es uno de los frenos que impiden que la democracia derive hacia el totalitarismo, la estatalidad democrática y vigorosa actúa como una estructura que evita que el modo capitalista de producción resulte en una explotación inhumana.
No cabe, decimos, la impugnación lisa y llana del principio supuesto de nuestra forma de vida en común. Pero, así como está, el sistema aquí no funciona. La distancia entre la realidad y la retórica, entre lo que podríamos ser y lo que estamos siendo es excesiva, y ya parece estructural, no coyuntural, ni siquiera cíclica. ¿Qué se puede decir desde la perplejidad, que aporte a la tarea común de reparar y aprender a pilotear un barco que podría ser muy marinero, pero que está muy averiado, y que no puede dejar de navegar? Propongo, ya para ir terminando, el esquema de dos hipótesis:
(a) La generación legitimante de sentidos compartidos se ve sumamente obstaculizada por la colonización, casi sin residuo, del espíritu común por parte de la dimensión económica. La percepción del mundo –tanto natural como humano– en términos exclusivos de utilidad impide registrar la diferencia cualitativa que existe entre cosas y personas, entre lo que vale y lo que se intercambia por un precio en moneda. Legítima e imprescindible dentro de los límites de su propia esfera, la percepción economizante empobrece y adelgaza la densidad del contrato social, y lo hace aparecer como una sociedad de responsabilidad limitada. En la pura lógica de agregación de átomos propia de la interacción capitalista, el yo privado (funcionario, empresario, accionista, asalariado, cuentapropista, desocupado, lo mismo da) no tiene cómo percibir la existencia de un espacio genuinamente público, de una voluntad general, en términos de Rousseau. Una plaza es igual a otra, y que cada uno se ocupe de sí, que ya la mano invisible cuidará de todos. Hay un latiguillo con presencia estelar en las películas norteamericanas de gangsters y de aventuras en Wall Streetland, que expresan con claridad la unidimensionalidad de la forma mentis del maximizador racional arquetípico: “Yo no invento el juego, sólo lo juego”.
(b) El discurso referido a la fundamentación siempre bordea el riesgo de caer en la ilusión revolucionaria del momento fundacional: “De una vez por todas”, “Ahora sí”, “Que se vayan todos”, etc. Pero la apelación a la voluntad soberana, que interviene excepcionalmente para definir la normalidad y terminar con la crisis, es una ficción operativa, más metafísica que cronológica. No hay, literalmente, un momento cero para empezar una nueva polis. Pero sí puede haberlo, sin embargo, para asomarse al abismo y tomar conciencia o, mejor, para ver la crisis.
En el brindis de la noche del 31/12/04 las copas de la gente de bien temblaron, al menos un instante, con un algo de estupor, con una especie de terror reverente emparentado, de alguna manera, con la contrición insondable del Iom Kippur, o (respetuosamente, imagino) del Viernes Santo. El “nosotros” que haya alentado en ese momento no basta, obviamente, para regenerar por sí solo el tejido soberano. Pero, conjeturo, puede llegar a tener un alcance de efectos sinérgicos, en cierto modo, más transversal todavía que el del “Nunca más”, porque se duele y se indigna ante la pura maldad y la pura estupidez, ante el puro sinsentido de la cantidad no cualificada, de la pasión sin razones.
A Cromagnon concurren, obviamente, responsabilidades reprochables en lo civil, lo penal y lo político, con referentes individuales concretos: este simpatizante, este otro inspector, ese empresario, aquel dirigente. Pero también, y especialmente, remite a una suerte de culpa colectiva que no podrá obtener el perdón de los hombres (concretamente, de nuestra posteridad, la del Preámbulo) si no nos ponemos a la reconstitución de un colectivo. Colectivo respetuoso de las individualidades, de las diferencias, de las privacidades, en fin, de las garantías constitucionales, pero también garante de una amistad cívica. La cuenta es sencilla: una masa crítica de personas con una cuota significativa de poder tiene que querer unir una parte vital de su destino personal al destino de ese colectivo, que hoy parecemos recitar como “Nos los (no)representados, reunidos en espanto general deconstituyente...”.
El 30-D nos horroriza a todos, pero no puede sorprender a nadie. En la tragedia de Cromagnon no hubo más imprudencia que la que hace endémica la mortalidad vial, no hubo más porosidad de control que en el despiste del avión de Lapa, no hubo más omisión y disfunción de la gestión político-estatal que en la investigación de AMIA. Lo que la vuelve única es que enlutó a una nación, porque mató a muchos chicos que estaban en una fiesta. Quiera Dios que el espanto que nos atraviesa propicie el embrión de un “nosotros” soberano, supraeconómico y supraestatal, que reconstituya lo público desde el “ground zero”, y empiece a acercar, así, la realidad a la retórica de la democracia capitalista, poniendo término a nuestra argentina condición de naturaleza.
Publicado originalmente en la revista Criterio N ° 2302 - de Marzo 2005 -