Pienso, siento, con toda intensidad, que la verdad nos constituye; o, mejor, que nuestra existencia, en gran medida, está determinada por la relaciones que intentamos, que esquivamos, que logramos y que no logramos establecer con la verdad. Es un tema inabarcable, pero tendría que poder ser comentado con un poco de honestidad y sencillez.
Se me ocurren tres modelos posibles para encarar el problema de nuestra relación con la verdad. A los fines de ordenar un esquema conjetural, los podríamos llamar, respectivamente: (i) modelo aristotélico, o de la correspondencia, (ii) platónico, o del ideal, y (iii) teológico, o del absoluto.
Una traducción contemporánea y simplificadora de la concepción aristotélica diría que la verdad es una cualidad del lenguaje. Algo que se afirma es verdadero, o falso, según sea que lo enunciado se corresponda, o no, con una determinada situación del mundo. Los ámbitos acerca de los que se puede hablar con pretensión de verdad, desde luego, son sumamente variados: puede tratarse de un asunto lógico (es verdadero que 7 + 5 = 12), de un tema de la intimidad afectiva (es falso que admiro la habilidad de asador de mi primo, pero es cierto que me fastidia tener que unirme en el aplauso), de un asunto de comprobación sencilla (ahora, ¿llueve o no llueve?), o sofisticadamente complejo (la hiperinflación del `89 fue provocada por una estructura de administración estatal perimida).
Una segunda concepción de la verdad, que aquí llamamos platónica, mantiene, formalmente, la cuestión de la correspondencia, pero introduce, además, un claro matiz normativo. En ella, ya no se compara simplemente lo que se dice contra lo que es, sino que se evalúa la situación que hay a la vista por referencia al ideal, que ahora pasa a ser regulativo; en esta perspectiva, se considera que el ideal, como arquetipo, es mucho más “real” que los múltiples casos individuales que lo ilustran. Un artefacto, un comportamiento, un estilo de gestión institucional determinados, etc., son más “verdaderos”, tienen “más ser”, en la medida en que cumplen con la exigencia implícita en el puro concepto. Nuestro lenguaje cotidiano recurre, habitualmente, a esta manera de pensar las cosas, y así, se dice que tal modelo de automóvil “es más coche” que tal otro, que un “verdadero médico” se preocupa más por la salud de sus pacientes que por el cobro de sus honorarios, que “centrojás eran los de antes”; en el mismo sentido, reconocemos, al enterarnos de un divorcio, que los Perengano hace mucho que habían dejado de ser “un verdadero matrimonio”. En la justificación del golpe del `76, cuando se machacaba con el “desgobierno” de la administración Martínez, aleteaba, por detrás del slogan del “vacío de poder”, un razonamiento de este estilo.
En cierto modo, se puede decir que la concepción platónica es naturalista, ya que presupone que para cada asunto que merece ser evaluado hay un ideal perfecto, eterno, que contiene las cualidades esenciales de su verdadera naturaleza.1 La tercera concepción de verdad que mencionábamos más arriba, la teológica, es, precisamente, una profundización radical de este naturalismo. Considera que hay una entidad divina, creadora del universo, que todo lo puede, todo lo sabe, y que, por diferentes vías, revela su voluntad a los hombres. Para el que crea que hay un único Dios, que se interesa en la existencia de los hombres, que dispone para ellos castigos y recompensas –en esta y/o en la otra vida-, “verdad” es muy afín a “piedad”, y, entonces, una determinada forma de conducta, una manera de pensar, etc., son más o menos verdaderas en la medida en que se desarrollan de acuerdo con la voluntad, la sabiduría y la bondad divinas. El creyente cree que Dios, que creó todo lo que hay en el mundo, nos estaría orientando con sus mensajes para ayudarnos a poner nuestra existencia en sintonía con la verdadera naturaleza de lo humano.
Estas tres formas de la verdad, cada una por sí o combinadas, forman parte relevante y, a menudo, excluyente, de las dimensiones más significativas de la existencia de los hombres. Como ocurre con la salud (que bien mirada, también es una forma de la verdad, ya que supone el equilibrio coordinado de diferentes sistemas funcionales según un propósito común), la importancia central de la verdad en nuestras vidas se corrobora fácilmente cuando se presta atención a los múltiples problemas que ocasiona su escasez, su deterioro, o su ausencia. Para empezar con el primer modelo (la verdad como correspondencia con lo que es el caso) pensemos, por ejemplo, en las diferentes manifestaciones problemáticas de la ignorancia: ignorancia científica y tecnológica para curar, prevenir o atenuar los efectos destructivos de enfermedades, catástrofes naturales y ambientales, etc. Ignorancia de amplísimos sectores de la población, que, por falta de políticas educativas, por desinformación deliberada, por prejuicios, por desidia, falta de carácter, etc., no está en condiciones de capitalizar conocimientos ya existentes en favor del mejoramiento de sus vidas. Un tipo muy similar a la ignorancia es la opinión liviana e irresponsable: pocas cosas provocan tanta irritación y tedio como tener que escuchar a cualquiera opinando con pretensión de autoridad acerca de cualquier cosa. Parece un mal menor pero no lo es; la charla vana sobre asuntos importantes satura el ecosistema discursivo con casi la nada, y degrada el espacio público hasta el nivel del cambalache, donde “todo es igual, nada es mejor”. Mencionemos, finalmente, las diferentes formas del engaño: como trampa en el tenis del fin de semana, como infidelidad en las relaciones íntimas, como estafa en los negocios, como dibujo de los libros contables, como adulteración en los medicamentos y en los títulos habilitantes, como falsificación de moneda, como copia en los exámenes y plagio en la academia, como traición en la guerra, como siembra de pistas falsas en las investigaciones policiales, como corrupción en la administración de justicia, como propaganda política. El engaño también es familiar de la ignorancia, pero cuando funciona como elemento protagónico en la dinámica social, resulta mucho más nocivo, porque supone que hay alguien que sabe la verdad, pero se ocupa, deliberadamente, de que otros crean mentiras, para poder disponer según su capricho del tiempo, el dinero, la atención, el aprecio, la vida, en fin, de los demás. Algunas formas del engaño son previsibles, o, en el mejor de los casos, reparables (por vía judicial, por reconciliaciones, por castigo del electorado); muchas otras, simplemente, no lo son, y sus efectos son irreversibles (Malvinas, corralito, Irak). En cualquier caso, el costo que pagan los miembros de una sociedad por habituarse a convivir con la desconfianza recíproca es altísimo. Sospechar que todo otro siempre tiene mala fe – además de encarecer los costos de transacción- estresa, entristece, desmotiva y aísla. Lo que es peor, propicia que cada uno se vaya permitiendo ejercer engaños cada vez más graves, porque así “son las reglas del juego”.
Pensar el déficit de verdad desde la perspectiva platónica, es decir, como lejanía respecto del modelo, nos permite comprender los problemas asociados a las faltas de responsabilidad. Ser responsable, en general, significa “estar a la altura” del puesto que ocupamos, de la confianza que los otros nos delegan, y de los recursos materiales, institucionales o simbólicos que la situación pone a nuestra disposición. Cuanto mayor es el poder que se maneja, mayor es la responsabilidad, porque es más alta la capacidad de producir beneficios o daños en los semejantes, y en uno mismo. Defraudar a sabiendas y adrede las expectativas legítimas en una situación determinada (en la que toque actuar como profesional, como dirigente, como educador, como padre, como compañero, o, sin más, como ser racional y digno), además de las eventuales sanciones externas sociales, penales o políticas, suele significar un cargo de conciencia, un “sentirse menos”. En condiciones normales, este sentimiento es valioso porque indica madurez, y provoca el deseo de superación, de reparación de la falta, etc. Por el contrario, cuando la personalidad es patológicamente irresponsable o soberbia, vuelven a aparecer las lesiones a la verdad. Bajo la máscara de las racionalizaciones y de las excusas se inventan escenarios para justificar el hecho recurrente de que los intereses propios siempre terminan primando por sobre el derecho y la dignidad de los demás.
Si la persona que actúa es creyente, el diálogo que se desarrolla en la intimidad de su conciencia incorpora un testigo insobornable, y la responsabilidad ante uno mismo y ante los demás, pasa a ser también responsabilidad ante Dios. Esta modalidad de autoevaluación y de autolimitación ha sido, históricamente, un factor primordial para la cohesión de la vida en común, pero tampoco está exenta de problemas. Están, por un lado, los que gastan ahora y esperan pagar después, y, con suerte, especulan con acogerse a alguna santa moratoria; y están, del otro, los que se creen elegidos, y entonces descuentan que Dios siempre estará de su lado, justificando –o, aun peor, inspirando- el uso despótico o violento del poder de que disponen. La historia y la vida cotidiana muestran que, en el nombre de Dios y de los Absolutos Verdaderos (siempre con mayúsculas: Patria, Pueblo, Partido, Movimiento, Libertad, Revolución, Ciencia, Productividad, Raza) los hombres somos capaces de las mayores proezas, pero, también, de los crímenes más horrendos.
Si bien es claro que la falta de verdad causa severos problemas, la inversa, en cambio, no resulta tan inmediata. Pocos temas han colmado tantas bibliotecas (y paciencias) como el de la relación entre la verdad y la felicidad. No hace falta, por evidente, abundar sobre el hecho de que las calamidades naturales y la estupidez y la maldad de origen humano producen verdades cuya sola mención es intolerable. Pero tampoco es necesario ir a esos extremos para cuestionar una relación directa entre verdad y bienestar. En el ámbito científico y tecnológico, por ejemplo, hay dos infinitudes francamente desalentadoras: no sólo es infinita la cantidad de cosas que todavía se ignoran –y que siempre se ignorarán-, sino que también es inabarcable la cantidad de cosas que se saben. Ningún científico criterioso, por genial y dedicado que sea, puede aspirar a otra cosa que a la hiperespecialización, a conocer una región muy acotada de una disciplina que, además, sólo es una entre muchas otras posibles. Los diálogos en sala de profesores de las universidades, en los congresos científicos internacionales, y, podemos imaginar, en la antesala de la entrega de los premios Nobel, sólo pueden versar sobre asuntos personales, políticos o culturales en general, porque los temas que en verdad apasionan a cada investigador, y que le llevan la mayor parte de su energía intelectual, interesan y están al alcance de la comprensión de muy pocos colegas. En consecuencia, cuanto mayor es la profundidad alcanzada por un especialista en un área determinada, mayor la conciencia de su ignorancia en todo lo demás. La sociedad moderna es rica en expertos, pero hace muchos siglos que renunció a tener sabios.
Pasando al plano normativo, la situación es más complicada, si se quiere. Aspirar a la verdad no equivale, en modo alguno, a poseerla efectivamente. Y tener la verdad como norma y modelo tampoco implica, de suyo, poder aplicarla sin dudas ni controversia en las situaciones concretas de la existencia que exigen, entre varias posibles, una decisión. Están, de un lado, los conflictos legítimos entre ideales últimos, que en ocasiones, son incompatibles. Estos conflictos, obviamente, se pueden suscitar en la intimidad de una sola persona, pero, es más común que se manifiesten como enfrentamientos entre diferentes personas, o grupos. Por ejemplo: ¿qué debe prevalecer, la lealtad (“right or wrong, my country”, dice el dicho) o la justicia (“my people or not, my principles”)? ¿La vocación de servicio o la responsabilidad familiar?, ¿La justicia (re)distributiva o la libertad de empresa y el respeto a la propiedad?, ¿el derecho de huelga o la prestación del servicio docente? ¿El justo castigo al criminal o la oportunidad efectiva para su rehabilitación? Y están, del otro, los problemas de interpretación. Por ejemplo, ¿qué significa “pacificación”: “indulto y reconciliación”, o, más bien, ”juicio y castigo a los culpables”? (Ya que estamos: qué significa “lesa humanidad”: ¿terrorismo de Estado o terrorismo sin más?); ¿cuánto vale en 2007 un dólar depositado en 2001?; en el Puente 12, el 20/6/73, ¿qué significaba ser peronista?, ¿y en el 2007?. En el plano teológico, obviamente, el problema de la verdad y la interpretación es infinitamente más complejo. Thomas Hobbes, con la lucidez despiadada que lo caracteriza, afirma que, si fuéramos honestos, deberíamos llamar religión a nuestras propias creencias e interpretaciones acerca del poder inmenso de ciertas voluntades invisibles, y superstición y herejía a las religiones e interpretaciones de los demás.
“Vivimos revolcaos en un merengue,
y en el mismo lodo todos manoseaos”
Tiene razón el tango. La falta de verdad deteriora nuestra existencia, pero su posesión suele ser parcial, esquiva o incierta. La gracia de la fe parece atenuar algunos de estos inconvenientes, pero también tensa la cuerda en otras direcciones. Creo, personalmente, que la filosofía, aunque más no sea, por tenue analogía, ayuda a pensar una estrategia, digamos, existencial. Filosofar, para Platón, por ejemplo, y también para Kant, significa más aspirar a formular con claridad los problemas que vale la pena plantearse, que exponer un sistema acabado de recetas, dogmas y soluciones; es reconocerse carente, pero es también dignificarse en la búsqueda. ¿Qué hacer, entonces, frente a la ignorancia, el engaño, la opinión liviana, la irresponsabilidad y el dogmatismo despótico que nos rodean, y que amenazan nuestra integridad? Buscar siempre, todos los días, en todos los ámbitos, afuera y adentro, un poco más de verdad. En el juego y en los negocios, con la familia y con los amigos, en los pasatiempos y en las opciones políticas. En términos de felicidad, los resultados serán probablemente módicos, pero el intento tiene una cierta elegancia que, a mi entender, se parece bastante al sentido.
mayo 2007