El hombre es un ser que juega", dice Johan Huizinga en Homo ludens , un texto clásico de la primera mitad del siglo XX.
Esta mirada filosófica sobre la constitución espiritual del ser humano sugiere que hay algo muy profundo en ese tipo de actividades que elevan al adulto hasta la dignidad solemne del niño.
En el juego se experimenta una plenitud única que nos hace comprender que lo verdaderamente serio es enemigo mortal de lo tedioso. El juego tiene la virtud de instituir un tiempo y un espacio autónomos, y exige la observancia estricta de normas, convenciones y códigos que establecen la igual dignidad de todos los participantes. Puede conjugar de una manera excitante la facultad creativa con el más crudo sometimiento al azar, y, cuando el duende se digna aparecer, el hombre que juega siente una alegría soberana porque ha podido hacer que algo suceda.
El juego, según dice el nietzscheano Eugen Fink, es un oasis de felicidad en medio del "pesado guiso de la existencia". El hálito que nos permite jugar, bailar y cantar no es menos divino que el que nos permite trabajar, creer o conocer.
En particular, los deportes de equipo, como el fútbol, el básquetbol y el hockey, agregan algunas notas específicas a estas cualidades generales. La estructura agonal define un "nosotros" y un "ellos" con una transparente responsabilidad territorial, lo cual prescribe con similar evidencia la necesidad de poner las habilidades y la potencia física de cada uno al servicio exclusivo del conjunto.
Pocos escenarios humanos son tan claros e inmediatos como el campo de juego para exponer sin tapujos cualidades como la lealtad, la valentía, la solidaridad, la vanidad y el egoísmo.
Pero el hombre también es un ser que se identifica. Su naturaleza no le viene dada y nunca está acabada, sino que se va constituyendo por referencia a otras personas, que no son él mismo, que a menudo ni siquiera conoció cara a cara o que han vivido hace mucho tiempo, pero que, sin embargo, han ido modulando, precisamente, por identificación, las regiones más profundas de su vida afectiva y valorativa.
Esta dialéctica entre el yo y los otros es la clave de toda cultura y opera en todas las dimensiones de la vida de relación, desde la crianza familiar y la educación formal hasta los fenómenos colectivos de la política y la religión, pasando por las formas intermedias de asociación y pertenencia, como clubes, círculos vecinales, profesionales, etcétera.
En altísima medida, somos lo que más hemos amado de nuestros padres, hermanos, maestros, amigos, vecinos, colegas, deportistas, artistas, dirigentes, próceres y profetas.
En sociedades como la nuestra, el fútbol profesional ocupa un espacio que no es menor en el proceso de constitución de la vida afectiva de buena parte de su población. Coordina de manera eminente la magia del juego y el misterio de la identidad.
Nuestros niños suelen dormir vestidos con la camiseta de su equipo preferido, o patean solos contra la pared una pelota vieja, mientras relatan para una audiencia enorme un partido imaginario de importancia planetaria, en el que, alternativamente, van "siendo" todos los personajes del drama, y se reservan y postergan, para aumentar la tensión y el goce, la personificación del héroe para el momento decisivo del gol o de la atajada histórica.
Los adultos no somos menos pasionales, y asistimos a los partidos en el estadio, por televisión, por radio o incluso por los medios gráficos y electrónicos con una actitud emotiva sumamente intensa. Vivimos y revivimos los episodios de un encuentro con una memoria que es, claramente, corporal: eso que está pasando allí entre profesionales ya nos pasó en cuerpo propio, porque infinidad de veces lo practicamos -o lo intentamos, al menos- en los partidos del colegio, del barrio, del club o de la fábrica.
No es trivial la afinidad instantánea que sentimos con alguien que, por casualidad, menciona con afecto un jugador, un gol, un partido, o recita de memoria la formación de un equipo de hace varios lustros. Un gesto mínimo, una inflexión de su voz, una referencia climática precisa nos bastan para saber, con toda certeza, que esa persona vivió, a la misma hora y, probablemente, en el mismo lugar, la misma experiencia de gloria o desazón que una vez vivimos nosotros. La gente suele recordar con precisión dónde estaba y qué sintió cuando se enteró de un acontecimiento histórico; digamos, por caso, la muerte de J. F. Kennedy. No es extraño, entonces, que por razones análogas muchos argentinos y argentinas tengamos viva conciencia de la milagrosa incredulidad que nos fue invadiendo a medida que Jorge Burruchaga se acercaba al arco de los alemanes cuando el marcador estaba dos a dos en la final de la Copa del Mundo de México, en 1986.
El fútbol profesional es un núcleo simultáneamente generador y receptor de prácticas, afectos y valores colectivos y es, por tanto, un valioso vector de identidades. No sería aventurado decir que hay una géstica y un estilo técnico propiamente argentinos (mejor aún: rioplatenses), como también hay un folklore de palabras, frases hechas, hábitos y costumbres que recorren todo el espectro del universo futbolero, desde el "metegol entra" en el baldío hasta un Boca-River a estadio lleno. La realización de un partido profesional actualiza una diversidad compleja de saberes y tradiciones acumuladas por generaciones de jugadores, técnicos, preparadores físicos, médicos, nutricionistas, maestros de categorías inferiores, dirigentes, periodistas especializados, publicistas y, básicamente, aficionados, con su propio bagaje familiar, barrial o institucional de lealtades cuidadosamente transmitidas. Cada uno de estos diferentes grupos de actores contribuye con su aporte a la densificación de una experiencia común, la cual, a su vez, se revierte de manera indirecta sobre las más variadas expresiones de la vida cultural.
Igual que otras (pocas) actividades intensas de convocatoria masiva, el fútbol involucra la circulación y la acumulación de montos altísimos de poder, en la forma de exposición pública, de prestigio y, básicamente, de dinero. Las cantidades en juego lo vuelven sumamente vulnerable a los peligros recurrentes de la irresponsabilidad, de la violencia y de la corrupción. Y estos peligros son propios de la naturaleza misma de la cosa. El potencial disruptivo de los desbordes que se registran en el fútbol es directamente proporcional a su enorme potencial integrador. La fuente energética de ambos polos es la misma, y de lo que se trata es de afianzar las vías adecuadas para la canalización enriquecedora de tanta libido.
El fútbol profesional, entonces, reviste una indudable utilidad social, pedagógica y económica. Pero, además, y éste es el punto que queremos enfatizar, es un bien cultural en sí mismo.
Pueden llegar a pasar cosas muy buenas, bellas y verdaderas en un estadio. Justamente por eso resulta tan apabullante corroborar que se nos hace tan difícil coordinar capacidad de organización y de prevención para garantizar el goce pleno y seguro de una fiesta popular.
También aquí la imagen de la tragedia de Cromagnon campea como paradigma horrendo, lo que indica la obstinada tendencia de amplios sectores de nuestra sociedad a arruinar los momentos de alegría compartida.
Como en Cromagnon, en los hechos de violencia que afectan al fútbol concurren actitudes delictivas de índole diversa, que deben ser discriminadas y penadas mediante los procedimientos judiciales correspondientes. Pero hay, además, una clara responsabilidad política, tanto legislativa como ejecutiva, porque lo que está en juego es un aspecto muy significativo del bien común: nada menos que la posibilidad de volver a disfrutar juntos de un juego que nos identifica.
Publicado en LA NACION , edición impresa, opinión, martes 26 de setiembre de 2006 tambien online